El Capitán Fresnedo, por Jesús de Galindez. Tomado del Blog de Iñaki Anasagasti

En Venezuela acaba de morir un vasco exiliado, el capitán Fidel Fresnedo. Este nombre dirá poco a quienes le conocieron bajo otro de guerra. Pero la noticia me ha hecho revivir recuerdos de una aventura descabellada, y al mismo tiempo romántica.

La última vez que le ví en Nueva York todavía me avisaba en broma: No menciones el otro nombre. Recuerdo bien el día que escuché de sus labios ese nombre. Difícil es que olvídela escena, porque había un testigo presente que nos miró con ojos de espanto, mi hermano. Hacía quince años que no le veía. Quedó en España y fue falangista en su prima juventud; después se desilusionó con el régimen, pero su vida se ha desenvuelto por cauces bien distintos a nuestra forzada vida aventurera; había venido a pasar examen de estudios en Nueva York.

 

Estábamos comiendo en un restorancito de la calle 14, donde suelen recalar muchos viajeros de Sudamérica. Nuestra mesa era de cuatro asientos y pronto la completaron dos vascos que viven en Venezuela. Uno de ellos regresaba de un viaje de vacaciones por Francia y el tono de su conversación fue ligero, demasiado ligero para los oídos puritanos de mi hermano. Y en esto apareció el capitán Fresnedo, tostado por el sol, con su sonrisa medio cínica, medio optimista. Hacia muchos meses que no le veía. Meses que xxxxxxxx un hito en la historia del Caribe.

 

La última vez que le había visto fue a la puerta de otro restoran. Le acompañaba un prominente exilado dominicano, quien al verme palideció y apenas pudo balbucear unas palabras. Su turbación me abrió los ojos, y me retiré prontamente tras cambiar unas frases corteses. Eran los días de 1947 en que un grupo de exilados dominicanos preparaban en Cayo Confites la expedición que pretendía libertar su patria de la tiranía de Trujillo. La expedición era todavía un secreto, pero confidencias escapadas de labios amigos me habían puesto sobre aviso. Y Fresnedo estaba de lleno en la aventura. Después lo pude confirmar. Con un nombre supuesto, Fresnedo fue el capitán del barco que fue y vino entre un puerto norteamericano y Cayo Confites llevando al armamento, el comandante marino de la fracasada expedición. Tan solo un año después pudo desahogarse conmigo y contarme detalles, en aquel restorancito de la calle 14, ante el terror evidente de mi hermano que de repente se encontraba metido en ambiente más propio del siglo XVII y las novelas de Emilio Salgari.

 

¿Por qué se metió Fresnedo en aquella expedición? ¿por qué tantos hombres de muchas nacionalidades se enrolaron para liberar un pequeño país del Caribe?. Creo que ni el mismo Fresnedo lo sabía. Otros refugiados fuimos a Santo Domingo; en contacto con su pueblo aprendimos a quererlo como algo propio. Fresnedo nunca vivió en Santo Domingo y en Venezuela llevaba una vida cómoda. Ni siquiera fue un hombre especialmente activo en la política vasca. Se había limitado a cumplir con su deber cuando le tocó la hora. Y sin embargo, no vaciló cuando su concurso fue solicitado.

 

Lo de menos son los detalles de desorganización que me contó sobre la expedición de Cayo Confites, la amalgama de idealistas y mercenarios que se mezclaron en sus arenales; la gran insensatez final de su partida suicida felizmente cortada por la flota cubana. De sus labios supe detalles que me revelaron interioridades de un drama que no se limita a Santo Domingo sino que abarca a todo el Mar Caribe. No, lo impresionante era el espíritu romántico de aquellos hombres que un día decidieron luchar por la libertad en un país desconocido.

 

Han pasado ya ocho años de entonces. La marea política del continente y del mundo fluye hoy or otras corrientes; y el banderín rojo de Moscú da la señal de alarma que absorbe mentes y espíritus sin permitirles pensar en otros problemas. Pero el año 1947 marcó la cúspide de la marea democrática del clamor de esperanza que a fines de la II Guerra Mundial comenzó a ahogar las dictaduras iberoamericanas. Trujilllo era entonces uno de los pocos islotes que quedaban desafiando la avalancha, y en Cayo Confites convergieron hombres de muchos horizontes y una sola estrella polar, La Libertad.

 

Ha muerto Fidel Fresnedo. Ha muerto repentinamente, casi a la misma hora que su hijo moría en un colegio del lejano País Vasco.

 

Era un vasco exilado que había adoptado Venezuela como su nueva patria xxxxxx con lealtad, hasta caer. Su hijo era venezolano de nacimiento, ha muerto en el País Vasco al que su padre no pudo regresar. Otro símbolo de algo muy hondo de los estrechos lazos que nos han unido a los exilados con los países que nos acogieron y al mismo tiempo del lazo imperecedero que nos une con el país de nuestros sueños.

 

No, Fresnedo no era político. Ignoro siquiera si llegó a pertenecer jamás a partido alguno. Fue uno de tantos vascos que en 1936 lucharon por la libertad de su patria, y después se desparramaron con la rosa de los vientos. El piloto del Mar de Vizcaya, surcó el Mar Caribe bajo la bandera venezolana de Bolívar, vizcaíno de ascendencia. Una gorra oficial galoneada de oro marcaba su ascenso, pero en los restoranes de Nueva York prefería vestirse de paisano para charlas en nuestra encrucijada de todas las rutas.

 

Los años pasan, y las bajas van cribando nuestras filas. Pero no sé por qué, hay muertos que siguen viviendo en nuestras tertulias. Estoy seguro que el próximo día que entre en el “Jai Alai” veré sentados en su rincón habitual al viejo Don Valentín Aguirre y el capitán Fresnedo y no me sorprenderá. Ya ni siquiera sé si yo estoy también muerto y vivo en un mundo fantasmagórico de sueños sin realizar. Porque toda nuestra vida desde hace 20 años ha sido eso, sueños y anhelos.

 

Nueva York, Marzo 1955

Euzko-Deya Nº 178

 

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